Llevamos cuarenta días de confinamiento y ya estamos pensando en su final, en la llamada desescalada. Pero antes de eso, propongo una fase dos del confinamiento: una reclusión en el interior de uno mismo. De unos minutos o de unas horas. De uno o de varios días. Solos, sentados en un sillón con los ojos cerrados, meditemos acerca de cómo ha cambiado nuestra vida en esta cuarentena.

Hasta ahora nos hemos comportado como chiquillos a los que papá gobierno les ha mandado jugar al juego de las casitas. Así que hemos empezado a hacer cosas: limpiar la casa, ordenar armarios, llamar a los amigos lejanos, hacer bizcochos, aprender a cocinar, repasar idiomas, hacer gimnasia.

Y pensamos en que esto acabe. En reanudar nuestra vida de siempre. Entonces ¿no hemos aprendido nada? Porque estábamos a un paso del precipicio y hemos dado un gran paso al frente. Ahora estamos ahí, en el borde, braceando para recuperar el equilibrio. Y ¿qué haremos después? ¿Daremos un paso atrás? ¿Nos sentaremos a reflexionar? Porque algunas cosas han mejorado con esta crisis. No voy a elogiar al Covid19, maldito sea, es triste que tengamos que aprender con dolor.

En este confinamiento hemos aprendido el valor de la generosidad. Nos lo han enseñado los profesionales que han aguantado en su trabajo a sabiendas de que se les había ninguneado, que no eran considerados como emprendedores reyes del mambo sino como grises empleados que hacían su trabajo a desgana. Ahora hemos visto su valor. Valor como riqueza y como valentía, porque creen que su trabajo es útil, que alguien tiene que hacerlo y que les ha tocado y adelante, cueste lo que cueste. Ahora les aplaudimos. ¿Les aplaudiremos después? ¿Votaremos a quienes nos ofrezcan sanidad y educación para todos, bien aprovisionadas y con profesionales bien pagados y reconocidos? ¿Votaremos a quien impulse alternativas para un envejecimiento con dignidad, que evite la desolación que hemos visto en algunas residencias de mayores? ¿A quien asegure salarios dignos e impuestos progresivos?

Hemos conocido el valor del aire limpio y nos hemos emocionado al ver ciervos y patos paseando por pueblos y ciudades. La ciudad que considerábamos solo nuestra y que ahora ellos también ocupan. Como la han ocupado nuestras mascotas. Ah, las mascotas: esa concentración de amor a la naturaleza en un solo ser, igual que concentramos nuestro amor al género humano en nuestra familia y amigos. Pero ¿y qué hay de los demás animales? La ganadería intensiva los ha convertido en un producto industrial, en un hacinamiento que favorece la transmisión de enfermedades, en un infecto compostaje de proteínas. Eso, o el hambre, dicen. ¿Vamos a creerles? He sido alimentado de gallinas criadas con maíz y de cerdos que comían mondas de patata y salvado. No me siento capaz de renunciar al jamón, al chuletón o al besugo pero empiezo a mirarlos con compasión si aún veo un cerdo en la dehesa o una vaca en el prado. Incluso cuando el besugo aún boquea en la pescadería. Quizá haya que esperar a otra pandemia para cambiar de alimentación, pero también sobre esto debemos meditar.

Cuánto echamos de menos salir a la calle, ver gente, ir a los bares, tomar algo en las terrazas, cenar en restaurantes, salir de vacaciones. Son las cosas que nos constituyen como mediterráneos y debemos procurar mantenerlas vivas. Pero no todo es razonable. Debemos pensar en reducir esa necesidad de huir de nuestro entorno en cuanto tenemos un par de días libres. Apreciar la posibilidad de quedarse en casa, de pasear por tu ciudad o por el campo más cercano. Y qué decir de los grandes viajes. Todo el mundo sueña con viajar a parajes maravillosos. Voy a hacer un spoiler: no existen. Casi todos los que lo fueron han sido arrasados por el turismo y las franquicias comerciales. Quizá haya alguno que solo conocen los iniciados pero, en tal caso, mejor mantener el secreto. Los recordaremos, los miraremos en documentales, los añoraremos. Los vuelos de bajo coste han permitido viajar a las clases medias y todos queremos ir a todas partes para poder contarlo. Soñamos con ser intrépidos viajeros pero, reconozcámoslo, solo somos turistas borregos.

¿Volveremos a pensar en la naturaleza como un todo armónico y equilibrado que debemos defender? ¿Volveremos a creer en un género humano con iguales derechos?

Ellos volverán a hablarnos de recuperación económica, de planes de estabilidad, de pactos de la Moncloa, de apretarse el cinturón. Y nosotros ¿habremos meditado sobre lo que todo esto significa? ¿Dejaremos que vuelvan a los negocios como siempre? Algo debe cambiar. Da miedo, lo sé. Teníamos certezas y ya no las tenemos. ¿El mercado resuelve todo? ¿La sociedad no existe, solo individuos y familias? ¿No hay alternativa?

Siéntate en un sillón con un vaso de agua fresca al lado. Cierra los ojos.

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