El mejor administrativo del mundo

Tengo un amigo que ganó un premio al mejor soldador. Ignoro si existe un concurso de administrativos pero estoy seguro de que, si lo hubiera, yo ganaría el premio nacional y me situaría entre los favoritos del internacional. Y esto no es presunción ni vanidad: es la constatación de mi fracaso.

Porque ¿qué niño, cuando le preguntan qué quiere ser de mayor, responde que quiere ser oficinista? Yo no, desde luego. Primero quise ser inventor, cuando un esquema del motor eléctrico me hacía concebir helicópteros y una caña me servía para atrapar moscas. Pero un maestro nacional y falangista ofreció a mis padres la posibilidad de enseñarme contabilidad o, como entonces también se llamaba, «teneduría de libros». Cara al sol y ante montañas nevadas aprendí los misterios del debe y el haber, de los libros diario y mayor pero, sobre todo, aprendí a escribir con letra redondilla.

Y fue este maestro el que dio a mis padres el consejo definitivo: «este chico es muy listo, que no estudie».

Así quedó marcado mi destino. Mi ingenio para inventar chorradas y mi memoria para recordar los ríos de España me habían etiquetado como «muy listo» y eso me abría las puertas a ser director de sucursal de la Caja de Ahorros sin pasar por la universidad ni zarandajas por el estilo.

A los catorce años fui trasplantado a Zaragoza y empecé mi fulgurante carrera como mandan los cánones de la superación personal: desde abajo, como chico de los recados.

Con uno de mis nuevos amigos de la ciudad, en una tarde de borrachera, nos confesamos nuestra timidez y tomamos una decisión heroica: presentarnos a la recién creada Escuela Municipal de Arte Dramático para ser… actores.

Así empezó mi disonancia cognitiva: el que despuntaba cualidades para ser el mejor administrativo del mundo quería ser… actor. Pero el pánico escénico me fue disuadiendo tras lo que me parecieron amenazas de infarto. Derivé mis anhelos hacia la creación literaria y tuve el honor de pertenecer a algunos grupillos de letraheridos, siempre en calidad de autor sin obra.

Mientras acariciaba la bohemia, compatibilizaba mi promoción empresarial con reivindicaciones sindicales, lo que constituía otra más de mis disonancias cognitivas. Fueron épocas de neuras de las que me salvó conocer a María, marcharnos a Amsterdam y Londres, correr delante de los grises —ese tópico inevitable de la época—, coquetear con gurús y hacer variadas tonterías más. Hasta que decidimos tener un hijo: Alejandro, nuestra mejor obra.

Su nacimiento coincidió con mi despido. Una venta empresarial nos hizo prescindibles a todos los administrativos. Experimenté aquello como una oportunidad. Aunque me impliqué en la crianza de nuestro hijo más de lo habitual en los padres de la época, tuve tiempo para dirigir un cortometraje tan mal grabado que tuvieron que pasar veinte años para que la tecnología permitiese hacer una edición chapucera.

Busqué otra salida. Era mi oportunidad de pisar la universidad, ese templo de sabiduría y activismo que había añorado en mi juventud. Sabiduría encontré poca y las conversaciones no giraban ya en torno a Trotski, sino a la temporada del Real Zaragoza.

Con mi diploma recién obtenido, oposité a algunas plazas de trabajador social, cosechando algunos más de mis apreciados fracasos. Así, agotadas las últimas prestaciones, firmé mi rendición y busqué trabajo… de administrativo.

Oposité a auxiliar de la Universidad de Zaragoza y aprobé —¿alguien lo dudaba?— con el número uno. Allí me esforcé en hacer de mi trabajo algo creativo y eficaz, no en vano había empezado mi carrera profesional en una gestoría bregando con los funcionarios y no quería ser uno de aquellos lentos hipopótamos.

Cuando tuve la oportunidad de jubilarme pensé que aquel era el momento de realizar algunos de mis sueños. Me volqué en el estudio de los temas que me interesan y en la creación literaria y en ello sigo, a veces hasta traicionando mi trayectoria con pequeños éxitos.

Pero mientras tanto hay que pensar en el otoño —otro tópico inevitable— y procurar que sea dorado y luminoso, bien regado de conversaciones y abrazos con las bellas gentes que voy conociendo en Las Crisálidas.

A vosotras dedico las artes del mejor administrativo del mundo.

Compartir en