Podríamos responder, a bote pronto, que nos une el deseo de tener una etapa de envejecimiento activo, rodeados de buenos vecinos y probables amigos, compatibilizando nuestro apartamento privado con espacios y actividades comunitarias y teniendo prevista la atención necesaria en caso de sobrevenirnos algún tipo de dependencia, física o cognitiva.
    Hasta aquí, probablemente todos estemos de acuerdo. Para unos esto se concretaría mejor en una especie de apartotel de nueve plantas con todos los servicios de hostelería, mientras que otros incidirán más en el aspecto asistencial y preferirían que tuviéramos los servicios de una residencia geriátrica concertada. También hay muchos, quizás una mayoría, partidarios de una comunidad que, sin excluir el aspecto asistencial, esté más centrada en un presente activo, con poco personal contratado y donde prevalezca el cariño y el apoyo mutuo.
    Para unos seríamos como una comunidad de vecinos al uso: nos iremos conociendo y «haremos migas» con algunos y tendremos una relación cordial con otros. Y si, como es estadísticamente probable, existiera el clásico vecino incordio, lo soportaríamos con paciencia benedictina. Para otros, entre los que me incluyo, la nuestra debería ser lo que se llama una «comunidad intencional», es decir, un grupo de personas que comparten el deseo de vivir juntos porque les une una visión del mundo y unos valores compartidos.
    Cuidado. Hablo de visión y de valores, no de ideología en el sentido fuerte de la palabra. No se trata de pedir un carné de partido, ni de preguntar a quién se vota. Se trata de saber si compartimos una forma de ser y de estar en el mundo. Es más un talante, una disposición y una voluntad, que una ideología o doctrina política. Es considerar si nos unen valores como la igualdad, la solidaridad, la protección de la naturaleza, el feminismo o la compasión activa frente a quienes llegan a nuestras fronteras buscando una vida digna. O si, por el contrario, creemos que la desigualdad es consustancial a la sociedad, que la pobreza es cosa de perdedores que no se han esforzado lo suficiente o que hay un dios que rige nuestro destino inamovible.
    En la definición arquitectónica de nuestro proyecto parece clara la distinción entre espacios privados y compartidos. Traducido a la convivencia, el reto es combinar una amplia libertad individual con el cumplimiento de las normas que se dé la comunidad para conseguir sus objetivos de cuidado mutuo.
    Son estos temas a debatir con calma y sosiego, para lo que sería deseable celebrar varios encuentros presenciales no decisorios en los que cada uno, poco a poco, vaya percibiendo si se identifica con el sentir mayoritario o si se manifiestan tendencias incompatibles que pueden dar lugar a distintos proyectos. Somos un grupo pequeño y no son deseables las escisiones, lo ideal es que sigamos unidos en torno a un solo proyecto. Pero también es cierto que no se puede mezclar el agua y el aceite.
    Definir de antemano los valores de nuestra comunidad no nos evitará los conflictos, pero una base sólida de empatía y afinidad nos permitirá resolverlos con más facilidad.

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