La chica que soñaba en colores
En aquellos años grises de mi adolescencia y primera juventud, yo soñaba en colores. Quizá eso me salvó de caer en la filosofía maniquea que me rodeaba. Todo lo que me gustaba estaba mal visto. Por eso, al poco de hacer la primera comunión dejé de pasar por el confesionario que me amargaba la vida. Soñar despierta en colores me daba oxígeno ante a una realidad mezquina, me llenaba de energía para nadar a contracorriente. Sí, era una chica rara en mi entorno. Por la noche, bajo las sábanas con un transistor, escuchaba en emisoras extranjeras la música prohibida. Recordaréis Je t’aime moi non plus, por ejemplo. Y lo último de la música que me llegaba de los festivales contra la guerra de Vietnam con aquellos hippies vestidos de flores de colores, como mis sueños. De ahí nació una rebeldía contra el sistema difícil de gestionar con mi mundo exterior.
Mala estudiante, contestona. Para mi padre era una avispa roya por mi terquedad. Pero claro, cómo explicarle que soñaba con estar en el festival de Woodstock. Eso se quedaba para mí como un sueño imposible. Pese a todo, trabajé desde los catorce años en una fábrica de zapatos y cumplía sin esfuerzo con mi obligación de entregar en casa el sobre con la paga semanal, imprescindible para llegar a fin de mes. Qué menos después del ejemplo del trabajo incansable de mis padres para sacar adelante a cinco hijos en tiempos de hambre, en aquella larga posguerra.

Pero sabemos que la juventud lleva adherida en sus genes el ansia de experimentar y vivir el momento, que no desaproveché. Los bailes en los guateques, con Los Brincos, Adamo… los primeros novietes, el primer beso. Tenía la edad perfecta para reír por cualquier cosa, y de disfrutar a pesar de todo. No obstante, mis ideas contrastaban con mi entorno. Amigas que buscaban a toda costa un novio oficinista y con traje mientras que yo, romántica empedernida, anhelaba el amor aunque fuera de un obrero con mono. En consecuencia, me fui escorando a la izquierda, mi sitio desde que tengo memoria. Cambié de amigos y los guateques por carreras delante de los grises.
Conocí a las mujeres libertarias de la CNT, valientes maestras del feminismo. Y con mis nuevos amigos asistía a los locales donde actuaban La Bullonera, Joaquín Carbonell y el añorado Labordeta. Luego llegaban los vinos hasta las tantas de la noche.
En una quedada conocí a Alfredo. Flechazo a primera vista. Y, mira por donde, era oficinista con traje. Menos mal que mi mala influencia y las ganas de cambio de él hicieran que pronto calzara vaqueros y se dejara barba, para disgusto de su madre. No me equivoqué. Ha sido el compañero tolerante, feminista, con el carácter justo para mantener sus principios y con una gran curiosidad que le ha proporcionado una amplia cultura autodidacta.
La lectura ha sido uno de mis refugios. Yo no he ido a la universidad, pero en mi familia el culto a la lectura ha sido una constante. Cuentos para la pequeña, tebeos de mis hermanos, novelas del oeste, casi siempre cambiadas o compradas de segunda mano. Más de una vez acompañaba a los tatos al coger cardillos que vendíamos a las amas de casa, limpios de pinchos. Con el dinero que sacábamos nos daba para ir al cine. No podía perderme Godzilla o comprar alguna novela de viejo, La Isla del Tesoro o Huckleberry Finn. Casi siempre lecturas de chicos, la verdad es que me gustaban más que las ñoñas novelas de chicas. La llegada del Círculo de Lectores nos puso al alcance de la mano clásicos memorables. He vivido mil vidas a través de los libros, he bailado en la Plaza del Diamante como si fuera la Colometa y he conocido a Aureliano Buendía en su Macondo natal.

Con el cierre de la fábrica de zapatos me puse a estudiar para paliar mi fracaso escolar y… descubrí que me gustaba. Aprobé oposiciones a pinche de cocina y trabajé en el hospital de Barbastro y luego en el Miguel Servet, donde más tarde cambiaría a costurera. El trabajo, los viajes y la convivencia con Alfredo, fueron conformando una situación de estabilidad construida sobre la base del mutuo respeto. Así, decidimos regalarnos un cielo y nació Alejandro. Le amo, y encima se lo merece.
Con el paso de los años he ido valorando cada vez más el ejemplo de mis padres. Trabajadores, bondadosos, héroes para mí. Mi casa era tierra de acogida para todo el mundo. Nos gustaba pasar el rato delante de la estufa con la madre de todos, la mía. Ellos fueron queridos y respetados por quienes les conocían. He pretendido imitarlos en la difícil tarea de ser buena persona, no sé si lo conseguiré.
Hace mucho tiempo soñé en formar parte de un proyecto de vivienda colaborativa. Al día de hoy estamos cerca de conseguirlo un grupo de personas tan llenas de ilusión como yo. No le puedo pedir más al destino. Convivir con los que, sin duda, serán mis amigos, mi familia, es un sueño cumplido. Gracias.