Hace muchos, muchos años, en la tierra de Senaar, reino de Nimrod, los descendientes de Noé no hicieron caso a los designios divinos de crecer y repoblar la tierra y decidieron edificar una gran torre: la torre de Babel.

Era un zigurat, sus escalones se elevarían hacia el cielo, y sería tan alta que todos podrían vivir allí y casi casi alcanzarían a la divinidad. Uniría los tres mundos: el subterráneo, la tierra y el cielo. Sus pisos llegarían hasta el sol.
En acadio Babel significa “puerta de Dios”: en la cima habría un templo desde el que se elevarían las plegarias a los dioses.
Utilizaron ladrillo en lugar de piedra y betún en vez de argamasa. La obra avanzaba a buen ritmo. La decisión, fuerza e ilusión de los constructores disolvía los obstáculos que iban surgiendo. Pronto llegarían al cielo.
Pero he aquí que ese Dios bíblico, duro y vengativo, vio que iban a conseguir sus fines y se dijo: ¿Si son capaces de esto, de qué no serán capaces? Y decidió obstaculizar sus planes como mejor se le ocurrió: impidiéndoles entenderse. Confundió sus lenguas, de manera que ya no podrían seguir trabajando juntos. Donde unos decían ladrillo, otros cemento; donde placas, parking; donde jardines, balcones; donde plantas, comedor; vertical, horizontal; donde monedas, bolsa… de manera que el desconcierto, la imposibilidad de comunicación, el desánimo y las disputas se apoderaron de ellos. Y Dios consiguió su objetivo: que se desplazaran con sus diversas lenguas y repoblaran la tierra.

Tradicionalmente, Babel es el símbolo del orgullo humano. Pero también del trabajo constante y organizado, del “todos a una”. Lo fué hasta que la disensión y la confusión causaron la catástrofe.